Discurso
de SS Benedicto XVI
Vigilia
del V Encuentro Mundial de las Familias
Valencia 8
de julio de 2006
Amados hermanos y
hermanas:
Siento un gran gozo al
participar en este encuentro de oración, en el cual se quiere celebrar con gran
alegría el don divino de la familia. Me siento muy cercano
con la oración a todos los que han vivido recientemente el luto en esta ciudad,
y con la esperanza en Cristo resucitado, que da aliento y luz aún en los
momentos de mayor desgracia humana.
Unidos por la misma fe en
Cristo, nos hemos congregado aquí, desde tantas partes del mundo, como una
comunidad que agradece y da testimonio con júbilo de que el ser humano fue
creado a imagen y semejanza de Dios para amar y que sólo se realiza plenamente a
sí mismo cuando hace entrega sincera de sí a los demás. La familia es el ámbito
privilegiado donde cada persona aprende a dar y recibir amor. Por eso la Iglesia
manifiesta constantemente su solicitud pastoral por este espacio fundamental
para la persona humana. Así lo enseña en su Magisterio: "Dios, que es amor y
creó al hombre por amor, lo ha llamado a amar. Creando al hombre y a la mujer,
los ha llamado en el Matrimonio a una íntima comunión de vida y amor entre
ellos, «de manera que ya no son dos, sino una sola carne» (Mt 19, 6)" (Catecismo
de la
Iglesia Católica. Compendio, 337).
Ésta es la verdad que la
Iglesia proclama sin cesar al mundo. Mi querido predecesor Juan Pablo II, decía
que "El hombre se ha convertido en ‘imagen y semejanza’ de Dios, no sólo a
través de la propia humanidad, sino también a través de la comunión de las
personas que el varón y la mujer forman desde el principio. Se convierten en
imagen de Dios, no tanto en el momento de la soledad, cuanto en el momento de la
comunión" (Catequesis, 14-XI-1979). Por eso he confirmado la convocatoria de
este V Encuentro Mundial de las Familias en España, y concretamente en Valencia,
rica en sus tradiciones y orgullosa de la fe cristiana que se vive y cultiva en
tantas familias.
La familia es una
institución intermedia entre el individuo y la sociedad, y nada la puede suplir
totalmente. Ella misma se apoya sobre todo en una profunda relación
interpersonal entre el esposo y la esposa, sostenida por el afecto y comprensión
mutua. Para ello recibe la abundante ayuda de Dios en el sacramento del
matrimonio, que comporta verdadera vocación a la santidad. Ojalá que los hijos
contemplen más los momentos de armonía y afecto de los padres, que no los de
discordia o distanciamiento, pues el amor entre el padre y la madre ofrece a los
hijos una gran seguridad y les enseña la belleza del amor fiel y duradero.
La familia es un bien necesario
para los pueblos, un fundamento indispensable para la sociedad y un gran tesoro
de los esposos durante toda su vida. Es un bien insustituible para los
hijos, que han de ser fruto del amor, de la donación total y generosa de los
padres. Proclamar la verdad integral de la familia, fundada en el matrimonio
como Iglesia doméstica y santuario de la vida, es una gran responsabilidad de
todos.
El padre y la madre se
han dicho un "sí" total ante de Dios, lo cual constituye la base del sacramento
que les une; asimismo, para que la relación interna de la familia sea completa,
es necesario que digan también un "sí" de aceptación a sus hijos, a los que han
engendrado o adoptado y que tienen su propia personalidad y carácter. Así, éstos
irán creciendo en un clima de aceptación y amor, y es de desear que al alcanzar
una madurez suficiente quieran dar a su vez un "sí" a quienes les han dado la
vida.
Los desafíos de la
sociedad actual, marcada por la dispersión que se genera sobre todo en el ámbito
urbano, hacen necesario garantizar que las familias no estén solas. Un pequeño
núcleo familiar puede encontrar obstáculos difíciles de superar si se encuentra
aislado del resto de sus parientes y amistades. Por ello, la comunidad eclesial
tiene la responsabilidad de ofrecer acompañamiento, estímulo y alimento
espiritual que fortalezca la cohesión familiar, sobre todo en las pruebas o
momentos críticos. En este sentido, es muy importante la labor de las
parroquias, así como de las diversas asociaciones eclesiales, llamadas a
colaborar como redes de apoyo y mano cercana de la Iglesia para el crecimiento
de la familia en la fe.
Cristo ha revelado cuál
es siempre la fuente suprema de la vida para todos y, por tanto, también para la
familia: "Éste es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado.
Nadie tiene mayor amor que quien da la vida por sus amigos" (Jn 15,12-13). El
amor de Dios mismo se ha derramado sobre nosotros en el bautismo. De ahí que las
familias están llamadas a vivir esa calidad de amor, pues el Señor es quien se
hace garante de que eso sea posible para nosotros a través del amor humano,
sensible, afectuoso y misericordioso como el de Cristo.
Junto con la transmisión
de la fe y del amor del Señor, una de las tareas más grandes de la familia es la
de formar personas libres y responsables. Por ello los padres han de ir
devolviendo a sus hijos la libertad, de la cual durante algún tiempo son
tutores. Si éstos ven que sus padres -y en general los adultos que les rodean-
viven la vida con alegría y entusiasmo, incluso a pesar de las dificultades,
crecerá en ellos más fácilmente ese gozo profundo de vivir que les ayudará a
superar con acierto los posibles obstáculos y contrariedades que conlleva la
vida humana. Además, cuando la familia no se cierra en sí misma, los hijos van
aprendiendo que toda persona es digna de ser amada, y que hay una fraternidad
fundamental universal entre todos los seres humanos.
Este V Encuentro Mundial
nos invita a reflexionar sobre un tema de particular importancia y que comporta
una gran responsabilidad para nosotros: "La transmisión de la fe en la familia".
Lo expresa muy bien el Catecismo de la Iglesia Católica: "Como una
madre que enseña a sus hijos a hablar y con ello a comprender y comunicar, la
Iglesia, nuestra Madre, nos enseña el lenguaje de la fe para introducirnos en la
inteligencia y la vida de fe" (n. 171).
Como se simboliza en la
liturgia del bautismo, con la entrega del cirio encendido, los padres son
asociados al misterio de la nueva vida como hijos de Dios, que se recibe con las
aguas bautismales.
Transmitir la fe a los
hijos, con la ayuda de otras personas e instituciones como la parroquia, la
escuela o las asociaciones católicas, es una responsabilidad que los padres no
pueden olvidar, descuidar o delegar totalmente. "La familia cristiana es llamada
Iglesia doméstica, porque manifiesta y realiza la naturaleza comunitaria y
familiar de la Iglesia en cuanto familia de Dios. Cada miembro, según su propio
papel, ejerce el sacerdocio bautismal, contribuyendo a hacer de la familia una
comunidad de gracia y de oración, escuela de virtudes humanas y cristianas y
lugar del primer anuncio de la fe a los hijos" (Catecismo de la Iglesia Católica.
Compendio, 350). Y además: "Los padres, partícipes de la
paternidad divina, son los primeros responsables de la educación de sus hijos y
los primeros anunciadores de la fe. Tienen el deber de amar y de
respetar a sus hijos como personas y como hijos de Dios... En especial, tienen
la misión de educarlos en la fe cristiana" (ibíd., 460).
El lenguaje de la fe se
aprende en los hogares donde esta fe crece y se fortalece a través de la oración
y de la práctica cristiana. En la lectura del Deuteronomio hemos escuchado la
oración repetida constantemente por el pueblo elegido, la Shema Israel, y que
Jesús escucharía y repetiría en su hogar de Nazaret. Él mismo la recordaría
durante su vida pública, como nos refiere el evangelio de Marcos (Mc 12,29).
Ésta es la fe de la Iglesia que viene del amor de Dios, por medio de vuestras
familias. Vivir la integridad de esta fe, en su maravillosa novedad, es un gran
regalo. Pero en los momentos en que parece que se oculta el rostro de Dios,
creer es difícil y cuesta un gran esfuerzo.
Este encuentro da nuevo
aliento para seguir anunciando el Evangelio de la familia, reafirmar su vigencia
e identidad basada en el matrimonio abierto al don generoso de la vida, y donde
se acompaña a los hijos en su crecimiento corporal y espiritual. De este modo se
contrarresta un hedonismo muy difundido, que banaliza las relaciones humanas y
las vacía de su genuino valor y belleza. Promover los valores del matrimonio no
impide gustar plenamente la felicidad que el hombre y la mujer encuentran en su
amor mutuo. La fe y la ética cristiana, pues, no pretenden ahogar el amor, sino
hacerlo más sano, fuerte y realmente libre. Para ello, el amor humano necesita
ser purificado y madurar para ser plenamente humano y principio de una alegría
verdadera y duradera (cf. Discurso en san Juan de Letrán, 5 junio
2006).
Invito, pues, a los
gobernantes y legisladores a reflexionar sobre el bien evidente que los hogares
en paz y en armonía aseguran al hombre, a la familia, centro neurálgico de la
sociedad, como recuerda la
Santa Sede en la Carta de los Derechos de la Familia. El objeto de
las leyes es el bien integral del hombre, la respuesta a sus necesidades y
aspiraciones. Esto es una ayuda notable a la sociedad, de la cual no se puede
privar y para los pueblos es una salvaguarda y una purificación. Además, la
familia es una escuela de humanización del hombre, para que crezca hasta hacerse
verdaderamente hombre. En este sentido, la experiencia de ser amados por los
padres lleva a los hijos a tener conciencia de su dignidad de
hijos.
La criatura concebida ha
de ser educada en la fe, amada y protegida. Los hijos, con el fundamental
derecho a nacer y ser educados en la fe, tienen derecho a un hogar que tenga
como modelo el de Nazaret y sean preservados de toda clase de insidias y
amenazas.
Deseo referirme ahora a los
abuelos, tan importantes en las familias. Yo soy el abuelo del mundo, hemos
escuchado ahora. Ellos pueden ser -y son tantas veces- los garantes del afecto y
la ternura que todo ser humano necesita dar y recibir. Ellos dan a los pequeños
la perspectiva del tiempo, son memoria y riqueza de las familias. Ojalá que,
bajo ningún concepto, sean excluidos del círculo familiar. Son un tesoro que no
podemos arrebatarles a las nuevas generaciones, sobre todo cuando dan testimonio
de fe ante la cercanía de la muerte.
Quiero ahora recitar una parte
de la oración que habéis rezado pidiendo por el buen fruto de este Encuentro
Mundial de las Familias:
Oh, Dios, que en
la Sagrada
Familia
nos dejaste un modelo perfecto
de vida familiar
vivida en la fe y la obediencia
a tu voluntad.
Ayúdanos a ser ejemplo de fe y
amor a tus mandamientos.
Socórrenos en nuestra misión de
transmitir la fe a nuestros hijos.
Abre su corazón para que crezca
en ellos
la semilla de la fe que
recibieron en el bautismo.
Fortalece la fe de nuestros
jóvenes,
para que crezcan en el
conocimiento de Jesús.
Aumenta el amor y la fidelidad
en todos los matrimonios,
especialmente aquellos que
pasan por momentos de sufrimiento o dificultad.
(. . .)
Unidos a José y
María,
Te lo pedimos por Jesucristo tu
Hijo, nuestro Señor. Amén.
Fuente: Agencia Zenit